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Archivo de la categoría: Historias de la Gran Guerra

Arte desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial en fotos


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Durante la Primera Guerra Mundial era común que los soldados en el frente de batalla recibieran postales en blanco (llamadas Feldpostkarten) para que se comunicaran con sus familiares en casa. Muchos escribían mensajes detallados pero otros, como el joven alemán Otto Schubert, prefirieron enviar pequeñas obras de arte.

Schubert tenía 23 años cuando fue llamado a la guerra en 1914 y estuvo basado principalmente en Francia hasta 1916. Desde allá creó decenas de postales que enviaba a su prometida, Irma, con los detalles de la vida diaria en el frente. Las pocas palabras que escribía las dejaba casi siempre para los márgenes. Alrededor de 70 de esas postales están siendo exhibidas en la Pepco Edison Place Gallery, en Washington.

Schubert les ponía título a algunas de las postales, pero otras han sido identificadas solamente a través de la fecha o el mensaje corto que le escribía a su amada. «Sus postales no son muy reveladoras por lo que escribió, sino por lo que pintó», le dijo a BBC Mundo una de las curadoras, Marion Deshmukh, profesora de historia cultural de Alemania y Europa en la universidad George Mason, Virginia.

Schubert pintó su vida en el frente de batalla y recreó la estela de destrucción que iba dejando la guerra, pero también ilustró algunos de los momentos más tranquilos. Esta postal, fechada el día antes de Navidad en 1915, se llama «El mejor momento del día» y muestra a un grupo de soldados bajo tierra, en su trinchera, alejados del drama que ocurría en otros lugares. «Buenos cigarros, una carta, pero en el periódico no hay nada sobre la paz», dice un fragmento de lo que le escribió a Irma.

Asimismo, algunas de las postales se alejan de la imagen tradicional que se asocia con un frente de batalla. «La Primera Guerra Mundial fue horrible, pero también hubo meses en los que los soldados no estaban haciendo mucho», dice Deshmukh. «Algunas de sus postales son escenas casi idílicas del campo francés y no habría forma de saber que estaba en curso una guerra».

Pero no todo fue tranquilidad para Schubert, quien participó y fue herido seriamente en la batalla de Verdun, en 1916. Tuvo que ser transportado a un hospital militar y de ahí a su hogar en Dresde, donde se recuperó mientras la guerra continuaba. Durante ese tiempo produjo una serie de litografías.

Después de la guerra, Schubert se casó con su amada Irma y trabajó en la ciudad de Dresde, en el oriente de Alemania, pero sus obras fueron prohibidas durante la época nazi y catalogadas como «arte degenerado». Según Deshmukh, su estudio fue destruido en el bombardeo a Dresde en la Segunda Guerra Mundial, en el que también murió su esposa. Schubert falleció en 1970.

Marion Deshmukh explica que las postales le parecen notables no sólo porque están en muy buenas condiciones, sino porque rara vez han sido vistas. «Básicamente estuvieron en una caja por cien años», le dice al corresponsal de BBC Mundo en Washington, Thomas Sparrow. Las postales pertenecen a la otra curadora de la exposición, Irene Günther, quien las encontró cuando revisó objetos de su familia, que estaba vinculada con el arte alemán.

La exhibición en Washington también muestra otros ejemplos de arte hecho por militares y civiles en la guerra y su objetivo es «humanizar» el conflicto, mostrar cómo los individuos soportaron e interpretaron esa guerra que duró entre 1914 y 1918. Las curadoras aseguran que unos 7.000 millones de postales se intercambiaron durante esos cuatro años, ya fuera con pinturas, con textos o con otras formas de expresión. «En la manera de hablar de hoy, llamaríamos a las postales el «Twitter» de la época», escriben Deshmukh y Günther en uno de los ensayos que acompañan la exhibición.
 
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Publicado por en 3 noviembre, 2014 en Historias de la Gran Guerra

 

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Fusilado por cobardía y vuelto a morir como un valiente


elpais

  • Un soldado francés sobrevivió a su ejecución en 1914 para caer luego en combate

François-Hilaire Waterlot durante su servicio militar. / Archivos Waterlot

En las trincheras era fácil perder el coraje, si alguna vez lo habías tenido. El propio Lord Moran, mi autoridad de referencia (y de Churchill, del que fue médico personal y amigo) en temas de valor admite en ese libro de cabecera que es The anatomy of courage que en los campos de Flandes y Francia en la I Guerra Mundial resultaba complicado mantener la cabeza fría, sobre todo si eras una persona sensible e imaginativa (que damos los peores soldados) y un obús convertía en un surtidor de sangriento picadillo al camarada a tu lado. Y eso que él, Lord Moran, ganó una medalla (la Military Cross) durante la batalla del Somme.

En aquel enfangado matadero de la guerra, donde no existía ni siquiera la posibilidad de tener una muerte decente (ya que estamos), sino que se moría de manera masiva, anónima, absurda, inútil y gratuita, en aras de los fútiles planes de un puñado de oficiales de alto mando majaderos y sin escrúpulos, proliferaron, como es lógico y humano, los casos de enajenamiento mental (enteras “trincheras de locos”), cobardía, deserción, abandono del puesto, automutilación, desbandada y amotinamiento. Lo realmente raro, piensa uno, es que en esas circunstancias de pesadilla (murió un soldado de infantería francés de cada tres, “días tan tenebrosos y desolados como la noche, todo es sucio, desnudo y frío, hay que sumergirse en las entrañas de la tierra”, describió el gran Frederic Manning) no se fueran todos los combatientes a casa.

La camaradería, el pundonor, la inercia, el adiestramiento, la disciplina, el odio al enemigo y el alcohol (en las trincheras francesas se distribuía medio litro por soldado al día, la absenta estaba considerada lo mejor para el miedo), son todo cosas que ayudaron a mantener las filas prietas entre alambradas, cadáveres podridos, moscas, gusanos y ratas. Y si no ahí estaban los durísimos castigos, especialmente las penas de muerte, los fusilamientos inmediatos, muchas veces arbitrarios y aleatorios, sin juicio, abiertamente criminales. Así fue el fusilamiento del francés François Waterlot, del que nos ocuparemos hoy, uno de los más extraordinarios casos de la Gran Guerra porque el soldado no solo sobrevivió a su ejecución por cobardía , sino que regresó al frente y murió —esta vez sí— bajo el fuego, en primera línea, como un valiente. Da que pensar.

Los italianos fueron los que fusilaron durante la contienda con mayor generosidad: 4.000 soldados fueron llevados al paredón. Solo después del desastre de Caporetto se produjeron 152 ejecuciones. En las fuerzas británicas, acostumbradas desde antiguo a cercenar de raíz cualquier desobediencia (véase el canónico The thin yellow line, de William Moore, 1974), uno de cada tres mil soldados fue condenado a muerte (en total 346, la mayoría en Francia, 263 por deserción, 18 por cobardía; la lista incluye a diez chinos). Alguno tuvo oportunidad de redimirse, como el teniente coronel John Ekington, de los Royal Warwicks: la corte marcial le conmutó la pena de muerte —por retirarse de una población francesa para no causar bajas civiles— por la expulsión del ejército, y en uno de esos episodios tipo Las cuatro plumas que tanto nos gustan, el hombre se alistó en la Legión Extranjera, y luchó toda la guerra, ganando dos medallas al valor y perdiendo una pierna.

Uno de los casos más atroces fue el de la ejecución de 47 miembros —todos musulmanes indios— del 5º regimiento de infantería ligera, amotinado en Singapur. Se los hizo fusilar públicamente, lo que constituyó todo un espectáculo para la gente de la colonia, y se concedió el privilegio de formar parte de los sucesivos pelotones de fusilamiento a oficiales y soldados voluntarios de otras unidades. En total se apuntaron al ejercicio 105 hombres. Los franceses, que tuvieron episodios como los sonados motines de 1917 tras la ofensiva de Chemin des Dames, que afectaron a un centenar y medio de regimientos de infantería de línea y colonial hartos de ser masacrados (algunos generales llegaron a proponer diezmar las unidades como ejemplo), fusilaron a más de 600 combatientes propios.

Curiosamente, los alemanes, que, lo que hay que ver, tenían un código militar más clemente (y una relación más estrecha entre los oficiales y sus hombres), fusilaron menos: la proporción de penas de muerte ejecutadas fue diez veces menor que la de los británicos y franceses. En realidad las justicias militares aliadas fueron más bárbaras que las de Alemania y Austria-Hungría. Con la excepción de los australianos que, en razón de sus propias leyes, no fusilaban (se contentaban con enviar deshonrados a los soldados a casa, para indignación de los británicos, que durante toda la guerra pidieron más mano dura); mientras que los estadounidenses fusilaron muy poco: a 11 soldados.

La Gran Guerra dio razón como nunca al conocido aserto —atribuido a Clemenceau y a Groucho Marx— de que la justicia militar es la justicia lo que la música militar a la música. Abundaron los casos de flagrante injusticia, incluso directamente de asesinato —Victor Marchand, soldado del 3º de zuavos fue muerto de un tiro de revolver en la sien por su comandante sin más explicaciones en medio de una retirada— , bajo la consideración de que lo importante era mantener como fuera la absoluta sujeción de la tropa a las órdenes, por descabelladas que estas fueran. Un coronel inglés llegó a poner como ejemplo a imitar el expeditivo procedimiento disciplinario empleado ¡por los zulúes!: cuando un guerrero había flaqueado era llevado ante su jefe, este preguntaba retóricamente “¿cuál es el castigo?”, se le contestaba “la muerte”, y otro combatiente atravesaba inmediatamente al individuo con su lanza, sin más dilaciones. Cosas de los zulúes. Me siento incapaz de no señalar al respecto que el II Cuerpo de Ejército británico estaba mandado por el general Sir Horace Smith-Dorrien, superviviente de la matanza zulú de Isandhlwana (el mariscal French y Haig por su parte eran veteranos de la guerra contra los Boers).

Hay casos que indignan especialmente como el del pobre chaval irlandés de 19 años (los británicos tenían una fijación por fusilar irlandeses), víctima obvia de shell shock, amarrado a un poste y shot at dawn por cobarde. O el célebre de “los pantalones ensangrentados”: El soldado francés Lucien Bersot se quejó de que le habían suministrado pantalones finos de algodón inadecuados para el invierno de 1915-16 y le dieron entonces los de un muerto manchados aún de sangre y vísceras, que se negó a vestir. Le endosaron ocho días de trabajos extra al pobre poilu por desobediencia, pero luego un coronel revisó el caso y lo condenó… a muerte.

Los italianos fueron los que más soldados ajusticiaron (4.000), frente a los estadounidenses (solo 11)

En agosto de 1916 cerca de Saint Mihiel, una compañía francesa rehusó atacar tras cavar trincheras durante 48 horas bajo la lluvia. El comandante ordenó que toda la unidad fuera ametrallada, aunque después se conformó con fusilar a seis soldado escogidos a suertes. El asunto recuerda Senderos de gloria, la película de referencia de Stanley Kubrick, que en realidad se basó en otro episodio lamentable, el ataque al Moulin de Souay, al norte de Reims, cuando una compañía se negó a seguir a su comandante fuera del parapeto de la trinchera tras sufrir otra unidad durísimas pérdidas bajo el fuego de las Maxim alemanas. Treinta y dos soldados fueron llevados ante una corte marcial por cobardía ante el enemigo: se libraron por los pelos pero cuatro de sus sargentos, que se refugiaron con sus hombres en un cráter de obús al enviárselos a la misión suicida de abrir paso en las alambradas a plena luz del día, fueron fusilados. El general Reveilhac, jefe de la división, había ordenado a la artillería disparar contra su propia infantería que se negaba a salir de las trincheras, pero el oficial a cargo de los cañones exigió una orden por escrito.

Nuestro hombre, François Waterlot, era un obrero de Montigny, Pas-de-Calais, de 27 años que trabajaba en las minas, huérfano de minero muerto en los pozos. Fue movilizado en 1914 con otros cinco millones de franceses justo cuando su mujer, Élise, estaba a punto de dar a luz a su primer hijo. Su alucinante odisea la ha contado pormenorizadamente y con extensa documentación la profesora de historia contemporánea Odette Hardy-Hémery en el interesantísimo Fusillé vivant (Gallimard, 2012). Combatió en Bélgica y en el Marne, participó en las grandes batallas de agosto y septiembre del 14, y vivió luego la mala vida de las trincheras para volver a las ofensivas del mediados de 1915, en el curso de las cuales murió el 10 de junio. Durante su servicio escribió 250 cartas a su mujer, otros familiares y amigos, en las que describe, tratando de no asustar mucho, las condiciones habituales del frente, la falta de higiene, la incertidumbre, la desesperanza, la fatiga, el peligro. “On y voit le diable à tout moment”, escribe; “se huele la muerte a quince pasos”. En una carta describe la muerte de un camarada “de una bala en la cabeza que le ha hecho saltar el cerebro”. Waterlot estaba considerado un soldado ejemplar y valiente.

Durante los mortíferos combates de principios de septiembre de 1914 al norte del Marne, en los que un tercio de los efectivos franceses lanzados mueren, la situación es desesperada. El cuartel general francés exige que no se ceda un palmo de terreno y emite una circular autorizando la ejecución sumaria de los que huyan. En la noche del 5 al 6, la irrupción de un autocañón alemán provoca el pánico en las filas de un regimiento francés, que lanza el sauve qui peut; en su huida arrastra a otras unidades, entre ellas a la de Waterlot, la 21ª compañía del 327º de infantería. El soldado, en busca de los suyos en el caos, tiene la mala pata de irse a dar de bruces junto con otros seis compañeros con el general Boutegourd, un militar muy duro embrutecido en las guerras coloniales, de pistola fácil y deseoso de hacer un escarmiento. Los hace prender y manda fusilarlos inmediatamente sin aceptar sus explicaciones.

François Waterlot se fingió muerto solo para pedir después batirse en duelo en defensa de su honor

La pena se cumple al día siguiente, el 7, sin proceso alguno, pese a que los soldados, que niegan ser cobardes, piden que se les deje atacar en primera fila, incluso sin armas. Colocados ante un muro cerca de Les Essarts, se les vendan los ojos y se les enfrenta a un pelotón de 35 hombres. Los siete condenados, entre ellos un padre de tres hijos y un pastelero, todos buenos soldados, gente honesta, se cogen de la mano “para morir juntos”. Waterlot está en el extremo derecho de la hilera (que parece ser la mejor posición en estos casos, si hay alguna). Se da la orden de fuego. La primera descarga no alcanza a todos los reos —nadie tiene ganas de matar a esos hombres— y se ordena una segunda. Waterlot, que ha oído las balas silbar y se ha visto salpicado de la sangre de su vecino, ha quedado indemne pero se ha arrojado al suelo y se finge muerto. Llega el momento del tiro de gracia: el sargento Théras empieza por la izquierda pero cuando lleva dos disparos sobre la cabeza de los caídos le dice al capitán que manda el pelotón que no puede más, que le da mucha pena. El oficial contesta que de acuerdo y hace retirar la escuadra.

Sobre el terreno quedan los fusilados como escarmiento. Durante dos horas. El caso es que no solo Waterlot, sino otros dos siguen vivos (vaya un fusilamiento, se dirán algunos —como el general Boutegourd—). Recogidos por sanitarios militares (en una escena digna, con perdón, de Monty Python), Waterlot se levanta y dice: “No estoy herido, nada, dadme un fusil, me quiero batir porque no soy un cobarde”. Uno de los tres supervivientes morirá de las heridas al poco; otro, alcanzado en una rodilla, literalmente desaparecerá (lo mismo que hubiéramos hecho usted y yo), y Waterlot se reincorporará a su unidad, con, desde luego, un par y mucho que contar. Sus jefes le conseguirán un perdón visto lo excepcional de la experiencia: un fusilado que vuelve a las filas (los fusilados serán rehabilitados oficialmente en 1926, pero no se conseguirá encontrar al desaparecido, ni condenar al general Boutegourd).

Sorprendentemente, el salvado soldado Waterlot se seguirá batiendo como si nada hubiera pasado, ¡qué tío! Así hasta el fatídico 10 de junio de 1915 en el que la muerte, a la que esquivó milagrosamente frente a aquel paredón un año antes le encuentra durante los combates de Hébuterne, ataque de diversión (¡) en el contexto de la ofensiva de Joffre en el Somme. La parca tiene trabajo ese día: el 327 º pierde cuatro oficiales y doscientos soldados muertos y muchos más heridos y mutilados. Caído en el campo de batalla, durante el asalto de posiciones enemigas, alcanzado por un obús, Waterlot es enterrado, esta vez sí, en una fosa común. Más tarde su viuda lo volverá a sepultar en su pueblo. En la hoja de servicios de François Waterlot figura la mención incontestable: “Excelente soldado, de una conducta bajo el fuego remarcable”.

 
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Publicado por en 15 agosto, 2014 en Historias de la Gran Guerra

 

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El soldado que convirtió su violín en un diario durante la I Guerra Mundial


abc.es

  • Ernest Johnson grabó, en la parte trasera del instrumento, los lugares y las fechas de las batallas en las que luchó. Su nieta lo descrubió en un desván familiar e investigó la historia, narrada ahora en un libro

bnps | Imagen de las inscripciones realizadas en el violín por Ernst Johnson

Ernest Johnson grabó notas de donde había servidodurante la Gran Guerra en la parte posterior del instrumento de madera que utilizaba para entretener las tropas durante la contienda.

Fue la nieta del Johnson quien descubrió, en una bolsa de plástico en un loft, el instrumento que ha sido completamente restaurado así como las entradas conmovedoras de su diario que incluyen los nombres de los campos de batalla en los que estuvo.

Ernest Johnson tenía 32 años cuando se alistó en el cuerpo de ingenieros y zapadores de su Majestad, dejando a su familia, formada por su mujer Jenny y dos hijos pequeños.

Según relata el «Daily Mail», permaneció cuatro años al servicio del ejército, tiempo en el que fue testigo de innumerables horrores de la guerra, y como muchos otros soldados cuando regresó a su hogar era un hombre diferente.

Una veintena de lugares

Aquellos escenarios de la guerra quedaron grabados en su memoria pero también en la parte trasera de su violín, cuya primera anotación se refería a su propietario: «Este violín es del zapador E Johnson 143152», seguido de su dirección en North Shields, Tyneside. En la primera entrada (están escritas en letra bastante pequeña pues Johnson no sabía cuánto tiempo estaría en el frente) hace las siguiente referencia: «izquierda Buxton, en Francia, 08.08.1915». A esta le siguen una veintena de nombres de lugares y fechas donde fue testigo de enfrentamiento, lugares en los que tuvieron lugar batallas muy conocidas, tanto en Francia como en Bélgica e Italia.

Las entradas también contienen comentarios acerca de los períodos de licencia, así como una nota sobre el encuentro con el Rey Jorge de Inglaterra, en la primera línea en Messines, Bélgica. Mientras que la última reza: «Acabo con el ejército 18-2-19».

Entretener a los soldados

Durante su alistamiento, Ernest utilizó el violín para entretener a sus compañeros soldados, situados en primera línea de combate, interpretando versiones de canciones populares en tiempos de guerra

Él murió en 1948 y la historia de su violín se convirtió en parte de la leyenda de la familia hasta que su nieta comenzó a investigar su historia familiar en 2012.

Para su sorpresa, descubrió el violín que todavía existía y había sido guardado en una bolsa en el desván de su prima durante años.

Esta increíble historia increíble ha visto la luz pública ahora gracias a un nuevo libro de Paul Atterbury, «La Primera Guerra Mundial en 100 Tesoros familiares».

 

 

 
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Publicado por en 14 agosto, 2014 en Historias de la Gran Guerra

 

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El sufrimiento de Kollwitz, icono de la I Guerra Mundial


El Mundo

  • El grupo de estatuas, expuestas en el cementerio de Rzhev, a 200 kilómetros de Moscú muestra a una pareja arrodillada, el padre mira hacia adelante con los brazos cruzados sobre su pecho, en actitud de impotencia, la madre encorvada y con la cabeza agachada se cubre con una manta, incapaz de soportar el dolor
Padres dolientes de Kollwitz

Padres dolientes de Kollwitz REUTERS

Cuando Käthe Kollwitz esculpió los ‘Padres dolientes’ (Trauernde Eltern), sabía lo que ilustraba. Perdió a su hijo menor en la I Guerra Mundial cuando el chico tenía solamente 18 años y pasó los siguientes 15 reflexionando sobre ese dolor, sobre la soledad del duelo y sobre el absurdo terrorífico de la guerra. Es resultado es un conmovedor conjunto de estatuas que ella misma hizo instalar junto a la tumba de su hijo en Flandes. Poco después fue expulsada, en 1933, de la Academia Prusiana de las Artes, por su oposición al nazismo. Fue la primera mujer que obtuvo una plaza en la institución y la primera también en formar filas en la Exposición de Arte Degenerado celebrada en Berlín en 1937, galardones que ostentaría con igual orgullo. El caso es que sus estatuas han terminado convertidas en protagonistas del centenario del inicio de la I Guerra Mundial y están a punto de comenzar una gira europea que llevará el espíritu Kollwitz a los principales puntos de esta Gran Guerra a la que los alemanes se refieren como la «Catástrofe original».

DBP 1954 200 Kollwitz.jpgLa comisión de tumbas de guerra de Berlin ha encargado varias réplicas de granito de los ‘Padres dolientes’ y ha comenzado ya a enviarlas al cementerio de Vladslo en Bélgica. Allí comenzarán un viaje que pasará también por escenarios de cruentas batallas en Alemania, Polonia y Bielorrusia, hasta el cementerio de Rzhev, a 200 kilómetros de Moscú, siguiendo el recorrido de la tragedia marcado por la guerra, el reguero de sangre que manchará para siempre nuestra historia del Siglo XX.

Trazo entre ambas guerras

La artista se opondría después contra la II Guerra Mundial con tanta fuerza y de manera tan inútil como lo había hecho contra la Gran Guerra y los organizadores de la iniciativa han querido que también los muertos de la segunda contienda sean homenajeados en esta peripecia de las esculturas, de forma que el punto de Rzhev, allende los Urales, ha sido elegido porque se sospecha que es en aquel cementerio común donde descansan los restos del nieto de Käthe Kollwitz, Peter, cuya muerte hubo de llorar también en 1944 en el frente ruso.

«A través del destino de la familia Kollwitz hemos querido trazar un arco simbólico entre ambas guerras y entre el este y el oeste», explica Markus Meckel, un antiguo disidente de Alemania Oriental que ahora preside la comisión de tumbas de guerra de Alemania. «El poder de las estatuas es que muestran el sufrimiento de la guerra, que no es solamente un sufrimiento personal, sino también una emoción universal».

El grupo de estatuas muestra a una pareja arrodillada, el padre mira hacia adelante con los brazos cruzados sobre su pecho, en actitud de impotencia, la madre encorvada y con la cabeza agachada se cubre con una manta, incapaz de soportar el dolor, describiendo en conjunto el sufrimiento de la guerra como máxima expresión de la injusticia social.

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En términos de vidas humanas, la Primera Guerra Mundial fue extremadamente brutal y costosa. Un joven soldado alemán muerto en 1914 fue el hijo de la artista Käthe Kollwitz, famosa por sus grabados en madera y esculturas que muestran el sufrimiento humano. En su diario Kollwitz reflexionó sobre la muerte de su hijo, lo que le llevó a una profunda depresión.

 
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Publicado por en 2 agosto, 2014 en Historias de la Gran Guerra

 

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